lunes, 22 de febrero de 2016

Cuántas cosas no(s) decimos

Nostálgica del tiempo que no viví y 
consciente del precio que estoy pagando. 
Las palabras ya no cuestan tan caras. Sentir
cada vez es más fácil, y el saber parece
estar al alcance de todos. 
Distancia cercana. Silencios en línea y discusiones en textos. 
¿Y el valor de las cosas? 
¿Alguien sabe donde queda el valor de las cosas?
Una llamada a voces, el tiempo de escribir una carta, el peso de una enciclopedia. 
La palabra te quiero, el precio del tú y la importancia de un te echo de menos. 
Bienvenidos a la nueva era. Al tiempo del conformismo inconformado, del juicio fácil, del tiempo es plata, y el dinero oro.
Ahora podemos decir. 
Podemos decir con fundamentos, podemos decir con razón, podemos decir con sutileza, decir con cariño, rabia, afecto, deseo o podemos decir, sin más.
Las palabras están baratas. 
Sentir es una moda. 
Y el saber estar, una invención

          -Mi yo, a las 04:30 de la mañana.


lunes, 6 de julio de 2015

Viajar con los sentidos

Creo que pocas veces, por no decir nunca, había sentido tal conexión con la naturaleza. 
Física, mental y espiritual.


La Amazonia es respirar tranquilidad y sentir la calma. La Amazonia es llenar de colores los ojos y de sabores el paladar. Oler a río y humo de cabaña. Tocar hojas extrañas, empaparse en barro, pintarse con jagua y llenarse las uñas de mierda. La Amazonia es dormir con la música que nos regala, escuchar la inmensidad de faunia animal y no menos la vegetal. Es luchar con armadura y acabar perdiendo la batalla con los mosquitos. Es bañarse sabiendo que te rodea una diversidad marina que acojona. Es pescar pirañas y comer caimán.

                           




La Amazonia también es retroceder en el tiempo y ver que las comunidades que lo habitan, viven. Del verbo vivir, conjugación supervivencia. Producen para vivir y no viven para producir. Feliz. Con su calma y la calma. Sin más preocupaciones que la del calentamiento global y climático. Que no es poca. Porque su razón de ser y estar es el gran río Amazonas, el segundo del mundo, y el que cada año, con las subidas y bajadas sorprende casas y negocios de familias que lo tienen todo ahí; al ras. Comunidades indígenas de ticunas y yaguas -entre otras- que procrean sin límites, llenando los caminos de sus aldeas de inocencia, alegría y humildad.


























El Amazonas es ver con los ojos bien abiertos y es dejarse llevar por las lianas de lo natural. 


Maravillas que nos ofrece mundo, paraíso que nos da la Tierra.

lunes, 29 de junio de 2015

Santiago y César; una sola persona y dos vidas

Santiago es de Nariño, un departamento con orillas en el Pacífico, o era. Hace años que no vuelve. La última, cuando falleció su madre hace bastante más de una década. Tardaba dos días en flota hasta llegar allá. Decidió salir de su ciudad natal porque no tenía familia (a pesar de su madre) ni recursos. En Cali se casó y tuvo un hijo. Por infidelidad, volvió a emigrar. 

Llegó a Girardot donde montó su propio negocio. Una sastrería donde poco a poco fue siendo más conocido hasta conseguir tres contratos. El primero, con el alcalde. Él mismo y con sus propias manos hacía los trajes del mandamás del pueblo. Fue a través del alcalde que consiguió los otros dos: vestía a los niños de dos colegios diferentes. Una vida estable, con su negocio y vivienda a las traseras, sus ingresos, sus amigos y, en aquella ciudad, un clima favorable para la hipertensión que padecía. Más que nada, equilibrio y comodidad en su día a día. Con el paso del tiempo su hijo lo reclamó pero él no quiso saber nada; le contó la verdad sobre su madre y el despecho no dio lugar a segundas oportunidades. Ni siquiera para él.

Fue en 2001 cuando empieza a nacer César, pero no sería consciente hasta diez años después. En aquel primer año del nuevo siglo contrae el ‘dengue’. La transfusión sanguínea necesaria para terminar de superar aquella fiebre hemorrágica le contagió el VIH convirtiéndolo en el César que es ahora. El César con sida que vive en una finca a las afueras de Silvania. Una casita en zona repleta de vegetación y un santuario de una Virgen en cuyos pies se encuentran dos surcos tapados por dos maceteros de barro y hormigas; bajo ellos, cenizas de compañeros que ya han muerto. El César es un viejo que no hace nada según los demás integrantes que, en la misma situación que él, viven en la casa que les facilita la Fundación Eudes. Pero la profundidad de sus ojos y su voz firme me transmite confianza, seguridad, lealtad… Hace la comida 4 veces por semana y es el único que se levanta por la mañana temprano para fregar el porche y limpiar parte de la casa, me cuenta.

El Santi de antes –como él siempre dice para referirse a cualquier hecho de su pasado-, en sus primeros tiempos fue cristiano católico; pero ahora y desde que tiene treinta años, pertenece a los Mormones. Dice que la religión son como las mujeres. Te enamoras y de desenamoras. Mientras me enseña sus templos en la revistas que cada mes le llegan y colecciona, tiene una necesidad y sale corriendo al baño. Minutos antes, mientras me enseñaba las pastillas que tomaba al día, contaba que con el virus se está mucho tiempo sentado en el trono blanco del uvedoble-ce.

Aprovecho entonces para ir en búsqueda de los otros cuatro integrantes de la casa, a ver qué cuentan. Pero entonces llega de nuevo y me reclama. Santiago César quiere seguir hablando de la vida. Y yo, atenta y entusiasmadamente, lo escucho. Nos sentamos en la esquina del porche, frente a frente, y nos acompaña el perro sin ojo de la casa que hay unos metros más arriba.

Prefiero callarme y esperar a que hable. Tiene muchas cosas que decir y yo que escuchar. Paciente lo miro esperando que vuelva a abrir por él mismo la boca. “Cuando era Santi vivía bien, ahora soy pobre”. 

En la iglesia a la que asiste domingo tras domingo, la de los mormones que hay en Fusagasugá –o Fusa como él lo llama –le dieron un papel con una frase que él recuerda literal ¿Qué necesitas?. Ni ropa, ni comida, sino dinero para poder asistir a las revisiones del médico, e ir a orar el día del Señor, respondió. Y así fue. Desde entonces cuenta con 50.000 pesos al mes (20 euros aproximadamente) para el transporte. Con respecto a la ropa le toca olvidarse de lo que tuvo, de lo que hizo y de lo que fue; ahora se conforma con los polos que le borda la señora que le paga el seguro mortuorio y demás trapos que le llevan donantes. Y con la comida no tiene queja, aparte de los voluntarios, la fundación le hace mercado casi quincenal no para que no les falte de nada, pero sí lo menos posible.

Diez años más tarde de aquella transfusión, un día cualquiera pero sin saber que no habría más cualquieras como aquel, calló desplomado al suelo. Cuando despertó, estaba en la clínica y fue entonces cuando le confirmaron lo que tenía. A Santi lo dieron por muerto. Estuvo 14 meses en la cama del hospital y cuando salió lo había perdido todo. El dueño del local en el que trabajaba y vivía vendió todas sus pertenencias y fue el que corrió la voz sobre su fallecimiento. 

César ha sido también susto y sueño. Cuando lo encontraba cualquier amigo o conocido llegaron a decirle con lágrimas en los ojos que habían asistido a misas en su nombre. Nunca le dio por reclamarle nada al señor que le robó su vida. Se ha cruzado varias veces con él pero, como nadie, ha aguantado las ganas. Tiene dos motivos, el primero, la economía. Sabe que meterse en temas como ese que tienen que manejar profesionales de la ley, precisa de recursos y él no los tiene. El segundo tiene su fundamento en la religión y su ética (aunque mi entendimiento no lo alcance), el padre le dijo un día: perdónalo. Y así hizo.


Santiago César vive pero no está rodeado de las personas que más le gustaría. De hecho, se siente algo apartado del grupo y no ha entablado grandes vínculos con sus, ahora, compañeros de vida. Santiago César sobrevive. Él sabe lo que tiene y él sabe lo que le espera. 

Mientras tanto, piensa en cambiarse de hogar y pretende vivir lo que le quede de vida en una residencia de ancianos. Como un anciano más. Sin marginación social como al que acostumbran las personas que padecen sida. Burlándose así de las circunstancias. Y de la realidad.

Santiago César, de 77 años en su casa de la Fundación Eudes (Silvania).

jueves, 30 de abril de 2015

Plaza del mercado: Paloquemao

Entre aromas y colores, sabores y montones. Seis escalones de cemento que te adentran en el mundo de lo abstracto, lo puro, lo vital: el mundo del mercado, del comercio. Suelo pavimentado y techo que cae en forma de triángulo con placas de uralita, unas transparentes, otras más opacas. Es difícil fijarse con el resto del panorama que tengo ante mis ojos.

Tres pasillos a lo largo, tres caminos de alegría para la vista y placer para la olfato. 
Frutas, muchas frutas. Verduras, muchas verduras. Plantas aromáticas sin explicación. La ignorancia de saber qué tengo ante mis ojos y la antipatía de la señora a la que le pregunto me empuja a seguir hacia delante, con múltiples dudas, pero sí con la variedad de olores en mi nariz.

De repente llegan ráfagas de olor inmundo. A muerto, a carne seca. Se estrecha el pasillo y entro en un callejón al que le veo poca salida. Pasillo de vitrinas con lenguas de vaca, pezuñas de toros, de cerdos… Carne y más carne, y con la nariz tapada, no veo el final. Tras el olor a muerto, huele a cementerio. Pero ahora son flores. Salgo del blanco, rosado y rojo de la carne para sumergirme de nuevo en la variedad de colores de sus hojas. Cubos con pétalos de rosas desmigados ¿para qué?, cubos con margaritas y tulipanes. Macetas y plantas que parecen de mentira. Me pregunto si yo me la llevara a casa cuánto me duraría en las mismas condiciones. Seguro que nada. O mis manos, o el microclima al que acostumbran. Paloquemao es otro mundo.

Oigo una gallina y sigo el paso. De repente, un apartado exclusivo para su venta. En jaulas, ocho o diez por cada una. Gallos, pollos y gallinas. También venden huevos, pero nada que ver con los que hay unos cuantos pasillos más hacia delante. De ocho variedades y de doscientos pesos de diferencia entre cada uno. Blancos y color carne. Grandes y pequeños. También de codorniz.

De frente casi, hay dulces, variedad de dulces. Bolsas grandes de azúcar con formas que atraen por sus colores. También bártulos de cocina. Cacharros. Desechables. Harina. Me pierdo entre tanto barullo de trastos. Ya ni me acuerdo de lo que venía buscando. Hago un alto para almorzar. Puestos con no demasiada buena pinta, pero que me recuerdan donde estoy, es Colombia, querida. Sillas de colores y mesas alargadas para compartir. Corrientazo. Como con la curiosidad de probar, pero con el escrúpulo de ver las condiciones en las que se cocina. El postre prefiero tomarlo dentro. Fruta natural, si algo tengo, es para elegir.

Pasadas las tres, encarnada en productos las calles de la gama pantone, resultan algo desoladoras. Recogen. Con una voz leve, y una mirada cansada, al paso que marcho me invitan a hacerle los últimos ingresos del día. En tan solo unas horas, volverán a montar para desmontar. 
Y mañana también. 
Y pasado. 

Y al otro.

miércoles, 22 de abril de 2015

De camino a casa

Son las ocho y media de la mañana y ya ha acabado mi media jornada. Hasta las cinco de la tarde no tengo la siguiente y última clase del día. Puedo esperar en la biblioteca, aprovechar el tiempo para leer, hacer tareas y comer en la universidad hasta que llegue la hora de entrar de nuevo; o puedo volver a casa, trabajar allí tranquilamente y ahorrarme unos cuantos miles de pesos de la comida. Y bueno, ahorrar también esa pérdida de tiempo de la biblioteca. No te engañes. Lo que mejor se te da es perder el tiempo en redes sociales, mirar las musarañas y hacer videollamadas. Creo que prefiero volverme. Eso sí, estaré una hora de ida. Y otra, con suerte, de vuelta. ¿Pero qué es eso comparado con las ocho que pasas en la biblioteca haciendo cosas sin hacerlas?

Salgo a la séptima y veo una buseta verde. KR 15, Unicentro, Calle 100. Esta me sirve. Uf. Demasiado lleno. No me apetece estar apretada entre cuerpos que pasen presionándome la mochila y empujándome hasta casi caerme por el poco espacio que hay en el pasillo. Tampoco me apetece estar con el cuello inclinado para que quepa mi moño. Supongo que soy demasiado alta para este cacharro. Prefiero esperar a la siguiente pero mientras, voy caminando. Odio las esperas parada. No tardará mas de dos minutos, me lo se de memoria y además, vendrá más despejada. En efecto. Subo y me agarro rápidamente a la manilla de la entrada. Cualquier día que me descuide me cae por el camino al primer acelerón. Pago y, si hay espacio, paso a la parte de atrás, justo al lado de la puerta trasera. Esa es mi mejor ventilación; casi siempre va abierta. Si no, escojo ventana. El olor no suele ser muy agradable y, de todas formas, es una costumbre que tengo desde bien pequeña. Ventanas abiertas. Siempre.

Séptima para adelante hasta la 64 donde gira a la derecha; primera a la izquierda y siguiente de nuevo, a la izquierda. Hay que coger la novena. Y después, sobre la ochenta, la carrera quince. Entre tanto, sube y baja gente. Yo observo. A donde irá ese. Qué hace ésta que no trabaja. La de allí debe estar de recadera. Este viene demasiado encorbatado y arreglado, qué hará aquí que no tiene chofer o por qué no irá en taxi si tiene pinta de que el dinero le sobre. Aquella es una turista, tiene su iPhone 6 en las manos: no sabe que es un peligro. Yo tengo mi mochila y mi carpeta sobre mis piernas, con los brazos por encima. Tengo los cascos mientras escucho música que sale de mi MP4. Me saco uno porque tenemos un invitado que quiere amenizarnos el viaje. En verdad no, lo que quiere son unas cuantas monedas. Enciende su casette, suena una base musical rapera y empieza con su canto. -Oye eh, eh, estoy improvisando! Yo miro de reojo pero muevo la rodilla con su ritmo. Hace denuncias sociales y referencia a que ese es su trabajo. No tiene más oportunidades y anoche durmió en la calle. Se aplaude sólo invitando a que los demás también lo hagan. Acaba con un discursito en el que agradece algo de plata para comer y nos da una bendición de Dios a todos. Pasa por mi lado, lo miro y al no darle nada me dice que también se conforma con la sonrisa.

Ya vamos en la 15, y como de costumbre en trancón. Hay veces que me pienso dos veces eso de bajarme y seguir caminando. Creo que adelanto más, pero como tengo buen asiento, espero. Sube otro señor, este es algo mayor de edad y reparte piruletas. El discurso es parecido al anterior. Prefiero no cogerle nada. En realidad me da pesar. Pero no puedo ser la Hermana de las Causas Perdidas. Como le de a todo el que se sube durante el trayecto casi me sale más económico ir en taxi. Empiezo a desesperar, quiero llegar ya a casa. Una vez que veo a lo largo la rotonda enorme de la Calle 100, me pongo en pie. Tras el semáforo que siempre toca esperar, timbro para que pare en la esquina de la 15. Mierda, no funciona. Le silbo y frena. Tras una hora y diez minutos de camino, llego a casa. Hago la comida mientras escucho música. Una vez hecha, adelanto alguna tarea de clase. Ahora me siento mejor. Como, y casi con el último trozo de fruta en la garganta, toca volver a clase. Ahora con algo más de tiempo. Si la 15 es un desastre, la 11 lo es más. Cuando ya llevo 45 minutos de camino y aun sigo por la 72 me inquieto demasiado. Entonces suspiro y me prometo a mí misma: mañana te quedas en la Universidad y por favor, aprende a aprovechar y valorar más lo que se va y no vuelve.
Eso a lo que llaman tiempo.

domingo, 12 de abril de 2015

Hablemos de... España

No soy la persona más patriótica del mundo, ni siquiera patriótica a secas. Pero ¿sabéis? conocer cada vez más hace que continuamente sobrepese y valore más de dónde vengo y lo que tengo. Además, de casualidad, he dado con un artículo –a mi parecer bastante bueno– sobre la baja autoestima que tenemos por lo general en nuestro país y he de decir que... me ha motivado.

España no se quiere. Si yo pregunto por qué, quizás para los que empezáis a leerme sea una respuesta sencilla. “No hay oportunidades para los jóvenes y mucho menos para los adultos que, azotados por la crisis, se han quedado sin trabajo. Los políticos a parte de no hacer nada para solucionarlo, nos roban. Estamos dirigidos por una pandilla de corruptos que ni si quiera son  castigados como deben porque la justicia es mala, lenta y paradójicamente, injusta”. 

Vale, de acuerdo. Podemos aferrarnos a este argumento y pensar que vivimos sumidos en un territorio donde nos come la mierda. Literal. Y le doy permiso a todo aquel que quiera permanecer ahí, en ese estado. En ese pensamiento oscuro, con esa mente hermética y unos párpados arrugados en señal de tener unos ojos bien cerrados.

Me gustaría invitar a otros, a los demás, a los que no están dispuestos a conformarse con el argumento fácil y con la visión pesimista de vivir, a pensar diferente y que no; que no vivimos en un país de mierda y que lo que hay ahí de fronteras para fuera no es mucho mejor.

Podemos empezar si queréis por lo superfluo, por lo que yo llamo la buena vida y luego podemos seguir con las cuestiones ‘más serias’, esas que contribuyen a que seamos un país desarrollado, moderno, cómodo... Esas cuestiones que hacen que desde fuera se nos valore de una forma que ni nosotros mismos vemos.

La buena vida son las cañas. Me refiero a las cañas frías, baratas y si pueden ser, en terraza. No sé por qué razón, la temperatura es algo que no tienen mucho en cuenta... (a ver, no es que te la den como un caldo, pero... será que el vasito congelado o el cañero plata con hielo por fuera –y por el que siempre me he empeñado en pasar el dedo-  en señal de frío, no es cultura tan cervecera sino  superspanish, súper nuestra). Fumarte un cigarro en la terraza de un bar –¡¡terraza!!– con el solecito pegándote en la cara en plena primavera, con los chorritos de agua o ventiladores que te ayudan a pasar ‘la caló’ del verano, o con las estufas en pleno invierno. No, no somos el único país que tiene terrazas pero creo que las vivimos de forma diferente... 

Hablemos de las tapas, -ui las tapas...- cómo se echan de menos unas aceitunitas, unas papas con alioli, una ensaladilla y hasta los picos de pan que acompañan lo-que-quiera-que-te-hayan-puesto. Aunque no te guste, acabas tirando de ellos... Lo bien que saben las tapas cuando es cortesía de la casa. Ojo que esto no ocurre en toda España... pues en muchas otras ciudades si quieres tapa, la pagas. Pero en mi tierra no. Por un euro y poco tienes derecho a tu cañita fría con un platito de ‘algo’ que te ayude a saborear mejor el momento.

Sigamos por la siesta... Nos llamarán vagos, perros y todo lo que ellos quieran. Yo personalmente no soy muy de siestas, pero hay días en los que se agradece. Esa media horita en el sofá, arropada con la falda de camilla y su correspondiente brasero si toca; o con el aire acondicionado del verano. 

Qué decir del tiempo, que lo tenemos todo: cuatro estaciones. Por lo general un tiempo muy agradecido, ni los -30º de Noruega ni los más de 50º que se llegan a alcanzar en ciudades como Las Vegas, Bangkok o Hong Kong entre otras… De todas formas, si estás en pleno verano y Sevilla siempre y cuando no puedas huir, hazte de un buen abanico, en la calle será el mejor aliado.

¿Y qué hay del cambio de hora? Eso de adelantar o atrasar un horita... eso de adaptarnos al sol y eso de ganar horas de luz natural. Ha sido tema de debate y yo quiero deciros una cosa a los partidarios de paralizar los relojes para siempre: dejaros de europeizaros tanto y dejad que los días sigan siendo más largos en verano. Que con eso de que anochezca a partir de las nueve de la noche, además de ahorrar luz, nos sirve para aprovechar mucho más el día, y total ¿para qué queremos que amanezca a las 5 y media de la mañana si para lo único que un español se despierta a esas horas es para ir ir al baño? Además, mejor volver de fiesta y que siga siendo de noche, o bueno, al menos amaneciendo (que por cierto eso de cerrar las discotecas a las 6 o 7 de la mañana también es bastante nuestro…) Ganamos en horas de sol y en planes. Os lo digo yo. Entiendo el horario general que puedan tener otros países porque sí que madrugan más, comienzan sus jornadas antes y luego las tardes-noches, no las aprovechan como lo hacemos nosotros. Primero porque es de noche, seguidamente y seguramente por el clima y después –y esto es una suposición–, por el cansancio. Cenan con horario de gallina y a dormir. Con lo que nos gusta a nosotros volvernos al sofá después de cenar y ver cualquier programa de la televisión ya sea telebasura o no.

Y ahora sí, vamos a ver las cuestiones más serias. Me he apoyado en el artículo de Bieito Rubito. De todas formas os lo dejo al final de la entrada para que le echéis un vistazo. A ver si acaso consigo que por un momento os olvidéis de todo lo malomalísimo y digáis: “Pues si que es verdad coño, tampoco es que seamos lo peor”.

Seguridad. España es seguro. Esto es una garantía de vida que algunos no os llegáis a imaginar… Salir andando con el móvil por la calle tranquilamente o incluso, con el ordenador bajo el brazo si nos da la gana. (Ojo, que como en cualquier otro sitio puedes cruzarte con un ladroncillo que te lo quite, pero por lo generalísimo, no suele ocurrir. Tampoco creo que sea necesario decir que no vayas a ir caminando así por las tres mil viviendas de Sevilla o cualquier otro barrio chungo que, usualmente, están bien delimitados, sabemos cuáles son y no solemos ir). Seguridad también es coger un taxi en plena calle a cualquier hora del día o de la noche sin necesidad de pedirlo por una App específica como ocurre aquí en Colombia –sí una aplicación de móvil. 
Nuestro país no llega al centenar de asesinatos que se producen al año, y esto lo sitúa en el quinto país más seguro del mundo –según Bieito, y que por cierto, no lo he podido comprobar en ninguna de las primeras 5 búsquedas remotas que aparecen en google por lo que a lo mejor falta un poco a la verdad –pero bueno, la seguridad es un aspecto que sobre todo se siente y no hay sensación ninguna de peligrosidad. O yo por lo menos, nunca la he sentido.

Esperanza de vida. Tenemos una población longeva, pasamos una buena vidorra y de mejor calidad. Y la mortalidad infantil es la tercera más baja de todo el concierto internacional –también según Bieito.
Buena asistencia sanitaria gratuita y universal –bueno sí, va incluida en los impuestos que pagamos... Pero no sabéis como jode ir a cualquier hospital y que por –por ejemplo –una fisura en un codo tengas que pagar 60 tronchos. Encima de estar lisiada… Esto lo constata otro ranking que concluye con que España es la octava nación que más porcentaje del PIB destina al Estado de bienestar. 

Vías y carreteras. Somos el segundo país con mayor implantación de vías de alta velocidad. Tenemos trenes y ave. Pero igualmente el viaje en coche puede resultar agradable gracias a nuestra red de autovías y carreteras. Os doy un dato personal, aquí en Colombia 70 kilómetros tardas en hacerlo dos horas (y sin contar con atascos), o la distancia entre las dos ciudades más grandes como son Bogotá y Medellín, 420 kilómetros es igual 9 horas. Y de nuevo, sin contar con atascos. Qué os parece…

Por seguir ejemplificando decir que, de los países europeos y junto con Luxemburgo, somos los que menos dinero gastamos en Defensa. Por otra parte, somos el país que lidera en estadísticas a nivel mundial los transplantes de órganos; en educación también vamos primeros pero en fracaso escolar. Esto es un punto importante que se debe combatir cuanto antes. El mal mayor de muchos países del mundo es la educación, también llamados tercermundistas. Con la educación se crea la conciencia del país, de lo que es y de lo que será. Aquí también me gustaría poner un ejemplo personal y lo siento por los que no estén de acuerdo. Creo que –a parte de las trabas que tenga el sistema educativo –nosotros mismos constituimos un impedimento, siendo incluso el propio problema. En la universidad de aquí, me he dado cuenta del gran interés y esfuerzo que ponen todos a lo que hacen. La participación, la escucha, la entrega voluntaria volcados por saber, conocer, aprender y aprehender. Sin embargo, en mi universidad de España, me atrevo a decir que cerca del 70% de los compañeros que van a clase van sin ningún tipo de interés a excepción de no perder la escolaridad porque pasan lista día a día. En las que no toman nota de asistencia, se aprecia perfectamente. Ojo que yo también lo hacía en el primer curso. Aprender tiene que ser nuestra prioridad. Pero parece ser que nuestra preferencia en muchas ocasiones es ser vagos. Para qué esforzarnos si casi toda solución aparece en Google. Dos, tres o cinco días de estudios para el examen final y adiós. Ciao al examen y a lo que ‘hemos aprendido’, ¿no? Pues no, amigos, no.

Además de todo esto nuestra lengua es de uso universal. El español es uno de los idiomas más hablados a nivel mundial y estar unidos por la palabra multiplica las oportunidades.

Pero estos ejemplos no parecen ser suficientes para mantener un espíritu –aunque si no queréis orgulloso, sí algo más positivo- del país en el que vivimos. Arrastramos resquicios de la historia y no valoramos todo lo que se ha conseguido hacer y progresar en tan poco tiempo. Porque claro, siempre es más fácil quejarse y criticar. No ha pasado ni medio siglo desde que pasamos de la dictadura ancestrada a ideas ya antiguas y clásicas con límites a nuestros derechos fundamentales, a una democracia parlamentaria con una Constitución como madre Ley que se encarga de preservar ante todo el orden y las libertades que, en algún momento, perdimos por el camino.  Una Madre de 37 años que proclama un Estado social y democrático de derecho; y que propugna como valores superiores del ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad, el pluralismo político y todo esto apoyado sobre la soberanía popular. Vale que en justicia andamos algo flojos…

Aunque pueda parecerlo por estar el la época en la que estamos, el siglo XXI no es sinónimo de igualdad, estabilidad, paz, democracia, y derechos fundamentales para el resto de países del mundo. Y si no que se lo digan a Venezuela. Por por poner un simplísimo ejemplo, vaya.

Como bien dice Bieito, la historia no merece ser enturbiada ni manipulada por frustraciones personales. No debemos reducir la visión global al territorio de lo individual. La autoestima es el resultado de la forma en que interpretamos nuestra historia y proyectamos nuestro futuro. Y es por eso, jóvenes, que tenemos que querernos más, por muy difícil que nos lo pongan. Que no podemos quedarnos con lo que tenemos sino aferrarnos a lo que hemos sido. Si que es cierto que –por poco tiempo- han corrido tiempos mejores pero estamos pagando las consecuencias de vivir por encima de nuestras posibilidades. Y como de cualquier otra mala situación se sale, pero sobre todo se aprende. El ejemplo más vivo es nuestra Carta Magna aún vigente frente a los cinco años que duró la última Constitución, la del 31. Se cometieron errores que en tiempo futuro se han corregido y funciona.

El futuro somos nosotros. Toca quererse bien. Toca quererse más y olvidar las vinculaciones que se le hacen a la historia. Quererse dentro de un país no debe entender de ideologías. Y quererse como españoles no es apoyar a nueve hombres que corren detrás de un balón y persiguen la victoria. Es valorar y apreciar lo que han hecho por nosotros y lo que haremos nosotros por él.

No siempre lo peor es cierto. Digamos que... toca hablar sólo un poquito mejor de España.





viernes, 6 de marzo de 2015